La espiritualidad ignaciana, heredada de San Ignacio de Loyola, tiene una característica fundamental que la distingue de otras corrientes espirituales: la invitación a encontrar a Dios en todas las cosas. Esta premisa nos abre a una forma de vivir la fe en la que lo divino no está confinado a los espacios sagrados o momentos de oración, sino que está presente en cada rincón de la creación. Es desde esta perspectiva que podemos establecer un diálogo profundo entre la espiritualidad ignaciana y la ecología.
La creación como revelación de Dios
En la tradición cristiana, el universo es visto como una obra maestra que revela al Creador. San Ignacio lo deja claro en sus Ejercicios Espirituales, cuando invita al ejercitante a imaginar la Trinidad contemplando el mundo y, movida por su amor, decidiendo enviar a Cristo para salvarlo. Este relato ignaciano subraya la bondad original del mundo, invitándonos a una mirada de asombro y gratitud hacia la creación.
El primer paso hacia una espiritualidad ecológica desde la perspectiva ignaciana es, entonces, reconocer la presencia de Dios en la creación. Cada criatura, cada planta, animal, y ecosistema es una manifestación de la acción amorosa de Dios. Este reconocimiento puede transformarnos. Si vemos el mundo como sagrado, dejamos de percibirlo solo como un recurso para ser explotado y comenzamos a relacionarnos con él con reverencia y respeto.
El llamado a la conversión ecológica
El Papa Francisco, en su encíclica Laudato Si’, retoma este principio ignaciano al pedir una «conversión ecológica». No se trata simplemente de cambiar nuestros hábitos de consumo o reciclar más, sino de una transformación profunda de cómo nos vemos a nosotros mismos en relación con el mundo que nos rodea. Francisco nos recuerda que somos custodios de la creación, no sus dueños. Esto conecta directamente con la espiritualidad ignaciana, que busca que nuestras acciones estén siempre orientadas por el discernimiento, evaluando cómo nuestras decisiones afectan a los demás y al planeta.
El discernimiento en la acción ecológica
Uno de los elementos clave de la espiritualidad ignaciana es el discernimiento, el proceso mediante el cual buscamos entender la voluntad de Dios en nuestra vida. Este discernimiento se puede aplicar también a la acción ecológica. Nos invita a preguntarnos: ¿Cómo pueden nuestras decisiones cotidianas, por pequeñas que sean, reflejar un cuidado amoroso por la creación?
Este discernimiento puede llevarnos a adoptar prácticas concretas que respeten y protejan el medio ambiente, desde la elección de productos que no dañen el ecosistema hasta la adopción de estilos de vida más simples y sostenibles. Pero también nos desafía a ir más allá de lo individual, buscando la justicia para las comunidades más afectadas por la crisis ecológica.
Contemplación activa de la naturaleza
La espiritualidad ignaciana es profundamente contemplativa. Nos invita a estar atentos a la presencia de Dios en nuestra vida cotidiana. En este sentido, el contacto con la naturaleza puede convertirse en un espacio privilegiado de encuentro con lo divino. Salir a caminar, sentarse en silencio en medio de un parque o una montaña, o simplemente escuchar el canto de los pájaros puede convertirse en una oración de alabanza.
Pero la contemplación ignaciana no se queda en la pasividad; siempre lleva a la acción. Al contemplar la naturaleza con ojos nuevos, surge en nosotros el deseo de protegerla, de cuidarla como parte del proyecto amoroso de Dios para el mundo.
El reto de vivir una espiritualidad ecológica
Vivir una espiritualidad ignaciana y ecológica hoy en día implica aceptar el reto de cuidar la creación como un acto de fe. Es reconocer que el daño que le hacemos al planeta es un pecado, una ruptura de la armonía con Dios y con los demás. Implica, también, unirnos a los movimientos que buscan justicia ambiental, especialmente para los más vulnerables, que son quienes más sufren las consecuencias del cambio climático y la degradación del medio ambiente.
Conclusión
En última instancia, encontrar a Dios en todas las criaturas nos llama a una vida de compasión, reverencia y acción. La espiritualidad ignaciana nos ofrece una visión del mundo que no separa lo sagrado de lo cotidiano, ni a Dios de su creación. Al abrirnos a la presencia de Dios en la naturaleza, nos sentimos impulsados a cuidarla y defenderla, conscientes de que en cada acto de amor hacia la creación estamos respondiendo a la invitación divina de construir un mundo más justo y armonioso.